martes, 14 de abril de 2009

Armadura

El caballero comenzó a colocar las piezas de su armadura. Unos segundos más tarde entró en el cuerto su escudero. Apenas echó una mirada a la cama en la que la dama se escondía temerosa entre las sábanas. No quería molestar al caballero, obviamente. Y además, resultaba inútil. A fin de cuentas, sabía qué iba a pasar.
En cuanto el caballero acabó de colocarse la última pieza, o más bien en cuanto el escudero terminó de colocarle la última pieza de la armadura al caballero, observó cómo salía del cuarto sin siquiera regalar una última mirada a su esposa. Estaría allí a su vuelta, como siempre, ¿para qué dignarse en darle más atención de la justa? Los dos hombres salieron del cuarto y se encaminaron al campo de entrenamiento.

-No necesito tu sucia presencia aquí. Yo solo me basto para entrenar y lo sabes. ¡Largo!

El escudero se inclinó y se dió la vuelta antes de sonreír para sí mismo. La próximas horas las pasaría en la cama de la dama, al amparo de sus sábanas, de su fingida timidez, de sus labios de fresa y su mirada de depredador. Se amparó en sus caricias y se inclinó ante sus deseos. Recorrió sus curvas y sus rectas. Se regodeó en su placer, en sus sentidos, en las caricias de su lengua y en sus besos ardientes. Sus suspiros y sus gemidos se ahogaron entre las sábanas y el sudor de su espalda brilló con la luz de la tarde. Ella era su verdadera señora. Ella era su única señora.

-¿Dónde estabas, perro? Llevo media hora buscándote. Ayúdame a quitarme esto. ¡Y luego esfúmate! No sé a qué te dedicas en estas horas... pero...